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October 10, 2015

10 Una educación y Democracia, la crisis de los cuarenta

Filed under: economía,future,Holístico,política — fores @ 10:20 am

La democracia solo ofrece promesas limitadas: no el paraíso terrenal, ni la gloria del Pueblo por fin liberado de sus enemigos

10 OCT 2015 – 00:15 CEST

 

Imagen de una cola que se formó para votar en las elecciones legislativas de junio de 1977

Cuatro mutaciones de las que he sido testigo a lo largo de mi vida han determinado mi conciencia política. La primera, el cambio de una dictadura aislada internacionalmente a una democracia integrada en la Unión Europea; la segunda, el salto generacional de la clase trabajadora campesina a una clase media profesional e ilustrada; la tercera, el paso de las mujeres de la subordinación a la plena visibilidad; y la cuarta, el contraste de las seguridades del Estado de bienestar europeo con el espectáculo del crudo capitalismo americano. Una quinta mutación acentúa los aprendizajes de las anteriores: igual que viví, con plena conciencia, el paso de la tiranía a la libertad, la irrupción de las mujeres en todas las esferas de la vida pública, la mejora de mis condiciones y mis expectativas personales, también he asistido en los últimos años a la amenaza del derrumbe de todo aquello que daba por supuesto, no ya el Estado de bienestar, sino todo el sistema económico sobre el que se sostiene. La incredulidad hacia las predicciones de los expertos de cualquier signo espero no perderla ya nunca. Es saludable no olvidar que, a juzgar por el porcentaje de éxito de sus vaticinios, los economistas, politólogos y sociólogos tienen una capacidad predictiva semejante a la de los sacerdotes romanos que escrutaban vuelos de pájaros o entrañas de animales recién sacrificados.

Crecer en una zafia dictadura, que fue sanguinaria hasta sus últimos días, me curó de cualquier tentación de desdeñar la democracia o de aceptar la supresión de cualquiera de sus valores esenciales —la libertad de expresión, la igualdad ante la ley, el respeto a las minorías— en nombre de una supuesta causa superior, por muy sonora o muy noble que se la presente. La dictadura, donde todo tenía que callarse, me enseñó el derecho y la responsabilidad cívica de no callarse nunca. Y no callarse significa unas veces llevar la contraria al poder establecido y otras enfrentarse con naturalidad y gallardía a las grandes unanimidades colectivas, a lo que parece respetable, a la opinión de aquellos con los que sería de esperar que uno estuviera de acuerdo. La ortodoxia antifranquista fue muchas veces tan irrespirable como la ortodoxia franquista, y dejó una herencia duradera de dogmatismos y reflejos defensivos y un déficit de disposición para el debate y la disidencia que han marcado profundamente nuestro clima político. A la hora de la verdad, el cierre de filas parece más meritorio que la búsqueda de un acuerdo, aun al precio del sentido común y del bien común.

Los economistas, politólogos y sociólogos tienen una capacidad predictiva semejante a la de los sacerdotes romanos que escrutaban vuelos de pájaros

Habiendo deseado la democracia cuando no existía y vivido luego muchos años en ella, he aprendido su valor, pero también su fragilidad, y sus límites, que son en parte los de la misma condición humana. La democracia pierde una gran parte de su brillo, como casi todo, cuando se vuelve un hábito, de modo que en su mismo éxito está contenido su peligro, porque la estabilidad, tan deseada cuando se carece de ella, conduce pronto al tedio. El romanticismo de la democracia relumbra sobre todo cuando se carece de ella, cuando se anhela su llegada o se sufre su pérdida. En la democracia —al menos mientras no tiene calificativos ni aditivos—, la soberanía popular se ejerce a través de un sistema de contrapesos y controles, de separación de poderes y vigilancias administrativas e informativas que rara vez dejan sitio a los grandes ímpetus salvadores, a las confortadoras simplicidades de la épica. En las democracias, decía Raymond Aron, rara vez se elige entre el Bien y el Mal, y casi siempre entre lo preferible y lo detestable. A diferencia de cualquier otro régimen, la democracia solo ofrece promesas limitadas: no el paraíso terrenal, ni la gloria del Pueblo por fin liberado de sus enemigos, sino cambios graduales que pueden mejorar las vidas del mayor número de personas posible, pero que son difíciles de mantener y muy fáciles de descuidar. Modestamente, paso a paso, sin grandes énfasis, la democracia, en Europa, a partir del abismo de sangre, horror y desorden de 1945, ha logrado algo que en aquel “Año Cero” parecía imposible: un acuerdo duradero entre aquellos mismos que llevaban medio siglo matándose entre sí; una ciudadanía común por encima de las fronteras; un equilibrio entre la iniciativa privada y las libertades personales sostenidas en políticas de educación pública y sanidad universal.

Crecer en una zafia dictadura, que fue sanguinaria hasta sus últimos días, me curó de cualquier tentación de desdeñar la democracia

Que ese modelo esté ahora averiado y en peligro no rebaja el valor de todo lo que se ha logrado: más bien es un motivo para defenderlo y mejorarlo. Al menos tres generaciones llevan beneficiándose de él: la nuestra, desde el principio de la juventud; la de nuestros padres, en la edad madura y la vejez; la de nuestros hijos, que por primera vez se ven en un doble peligro: el de perder ese modelo de libertad política y progreso social, y el de desdeñarlo.

El desdén puede ser comprensible, ante tanta corrupción, insuficiencia, injusticia. Pero apreciar lo bueno que a pesar de todo se sigue teniendo no implica conformidad, sino plena conciencia del valor de las cosas y exigencia de sostenerlas y mejorarlas. La democracia, la socialdemocracia, carecen del romanticismo de lo claro y tajante y, a diferencia de los sistemas autoritarios o mesiánicos, no hacen grandes inversiones en propaganda. La democracia y la socialdemocracia suelen tener muchos beneficiarios, pero muy pocos defensores, y algunos de sus más eficaces enemigos son los que más provecho han sabido sacar de ellas, al amparo de sus libertades y sus garantías. Sus banderas solo despiertan entusiasmo cuando son banderas derrotadas. Sus héroes siempre son retrospectivos. Si la República de Weimar o la II República española hubieran contado con la gratitud y el apoyo de tan solo una parte de quienes más motivos tenían para defenderlas, el triunfo de Hitler y luego el de Franco habrían sido mucho más difíciles. En un raro momento de sinceridad política, Jean-Paul Sartre, que tan poca simpatía manifestó siempre por el sistema democrático que garantizaba y amparaba su libertad intelectual, escribió que solo cuando se encontraron bajo la ocupación nazi descubrieron él y sus amigos los muchos méritos de la III República.

La ortodoxia antifranquista fue muchas veces tan irrespirable como la ortodoxia franquista, y dejó una herencia duradera de dogmatismos

La democracia es más fuerte de lo que parece contra sus enemigos exteriores —el terrorismo, la agresión militar—. Las democracias no pierden guerras, a diferencia de las dictaduras, y no hay organización terrorista que las ponga de verdad en peligro. Si se destruye es desde dentro: cuando en nombre de la seguridad recortan las libertades y se infaman con la tortura; cuando la desigualdad extremada hace imposible el ejercicio de la ciudadanía y la riqueza despótica compra las elecciones y corrompe la Administración y la política; y cuando el origen y el dinero determinan de manera absoluta la calidad de la educación y la salud cerrando a la mayoría la perspectiva del progreso y, por tanto, cualquier esperanza efectiva de igualdad. Que no haya formas imparciales de reconocimiento del mérito es una desgracia, pero mayor desgracia aún es que el mérito ni siquiera tenga la oportunidad de revelarse.

Decía Karl Marx, cosa que sorprenderá a los expertos en teoría educativa, que la ignorancia nunca ha liberado a nadie. Si he aprendido algo a lo largo de todos estos años es que la mezcla de la injusticia y de la ignorancia favorece la infelicidad de las personas y la ruina de la democracia.

 

EN PORTADA / DIAGNÓSTICO DE UNA CRISIS

Cuatro décadas después de la muerte de Franco, historiadores y filósofos sostienen que ha llegado el momento de reformas profundas en España

Manifestación en la Puerta del Sol de Madrid en 2013. / Andrés Kudacki (Ap)

Es difícil sustraerse a la atracción de los números redondos. El próximo 20 de noviembre se cumplirán cuatro décadas de la muerte de Franco y justo un mes después se celebrarán las elecciones generales más abiertas de los últimos tiempos. En medio, la formación del Gobierno independentista salido de los pasados comicios catalanes y el 37º aniversario de la Constitución de 1978. Para algunos, la Carta Magna es un fruto prohibido —más melón que manzana— imposible de abrir sin que se desate el caos; para otros, el origen de un régimen que consideran agotado. Junto a palabras como crisis, brecha, casta o vieja política vuelven a escucharse algunos términos fetiche de la Transición: reforma, ruptura, consenso, pacto.

Hace dos años, el jurista Santiago Muñoz Machado, miembro de la RAE y de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, ganó el Premio Nacional de Ensayo con un libro de título sobrio —Informe sobre España— y subtítulo espinoso: Repensar el Estado o destruirlo. Allí escribe párrafos como este: “Cuando las Constituciones han durado más, como ocurrió con la de 1876, o está pasando con la de 1978 en la actualidad, ha sido porque la clase política y las élites sociales han conseguido trenzar sus intereses de modo que las ventajas de la estabilidad y el parasitismo sobre las instituciones públicas se reparta de un modo equilibrado entre ellos o, en su caso, procurando una razonable rotación en el disfrute de prebendas. Si la situación aprovecha a los principales actores políticos y sociales, existirán menos razones para cambiarla. El anquilosamiento o la congelación del régimen constitucional no es difícil si la trama se extiende por todo el territorio del Estado, apostando en cada lugar estratégico a un leal cacique local que asegure la aceptación pacífica, o incluso entusiasta, y desde luego participativa, del reparto del poder”.

Cuatro décadas después, a ese congelado institucional parece llegarle el tiempo del deshielo. El bipartidismo lleva tiempo amenazado desde la derecha, la izquierda y el centro —y “desde el centro-centro”, según algunas—. Mientras, la crisis económica y la desigualdad han hecho que ya sea historia el bienestar que, según Muñoz Machado, “camufló” la inadecuación del apartado del Estado para la correcta administración de los intereses públicos. ¿Rotura, desgaste, envejecimiento, fin de era, cambio de ciclo? “Es un desgaste producido por el tiempo”, explica el ensayista en su despacho, en Madrid, “y por la falta de atención a un deterioro de las instituciones que hace poquísimo era tan general que afectaba desde a la Corona hasta el último rincón: el Parlamento, que no funciona sino a las órdenes del Gobierno; un Senado inservible; un Tribunal Constitucional dudoso; un Consejo General del Poder Judicial en cuestión…”.

“Igual que se habla de Segunda República, tal vez deberíamos hablar de segunda democracia”, propone el historiador José Álvarez Junco

La sensación de que algo tiene que cambiar es casi unánime. “Sí, hay un cierto final de ciclo”, apunta el historiador José Álvarez Junco. “Igual que se decía Primera República, Segunda, tal vez se debería decir segunda democracia si tomamos como referencia el 78”. El autor de Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX subraya que la Constitución vigente tiene una virtud inédita en nuestra tradición —nació del consenso—, pero reconoce que desde el franquismo arrastramos un problema: el miedo a la democracia: “Nos martillearon durante 40 años con que las democracias son regímenes muy inestables. ‘Miren Italia’, nos decían, ‘cae el Gobierno cada seis meses. Miren la Segunda República’. Y se hizo una Constitución contra la inestabilidad. Aquí los Gobiernos no pueden ser derrocados porque el voto de censura constructivo es imposible de superar. Tenemos un sistema muy blindado y, además, los partidos se han ido convirtiendo en muy autoritarios —no lo eran tanto al principio— y en muy clientelares”. A falta de la transición ética.

La catedrática de Ética Adela Cortina sostiene que vivimos en una época de cambio, no en un cambio de época. “La gente”, argumenta, “se ha cansado del conformismo de los dos partidos preponderantes, de su tendencia a no pensar en proyectos, sino en ocupar un puesto y dedicarse a sobrevivir. Eso ha llevado a la gente a indignarse con mucha razón”. Para explicar su dedicación a la ética, Cortina suele remontarse a la Transición. Con el final de la dictadura, quiso saber si una sociedad vertebrada en torno a los valores del nacionalcatolicismo podría desarrollar una ética compartida. Por eso se marchó a Alemania a estudiar la ética dialógica de la Escuela de Fráncfort. ¿Necesitamos hoy un cambio similar de valores? La pensadora responde sin dudar: no. “El paso del franquismo a la democracia no se puede comparar con lo que ahora podríamos hacer de novedoso. Somos un país democrático con instituciones deterioradas pero legítimas. No hay una crisis de legitimidad, pero las instituciones tienen que estar de acuerdo con los valores que dicen representar: la libertad, la igualdad —que está en una situación deplorable—, la solidaridad… Hicimos la transición legal, ahora habría que hacer una transición ética”.

Santiago Muñoz Machado subraya que el deterioro institucional ha llevado a una pérdida de fe en el valor de la democracia: “La gente tiende a no creerse que el que habla en las elecciones es el pueblo y que las instituciones les representan. Ese valor es precioso, necesita mucho cuidado y no se ha cuidado nada”. Cuando recuerda algunos de los eslóganes del 15-M —“No nos representan”, “Democracia real ya”—, Muñoz Machado cuenta que, “como tantos”, también él pensó aquel 2011 que eran “exageraciones, un movimiento suflé”. Aunque lo vivió con mucho interés. “Ver a los alumnos en la calle era una alegría por el hecho mismo de aspirar a otra cosa, fuesen o no atendibles sus reclamaciones. Durante años no se conmovían con nada. Eso sí, les está costando convertirse en un partido estable”, dice en alusión a Podemos este catedrático de Derecho de la Universidad Complutense.

“Hicimos la transición legal, ahora habría que hacer una transición ética”, sostiene la filósofa Adela Cortina

En las aulas o en las plazas, nunca se discutió tanto sobre la democracia como desde entonces. Tanto que conceptos que durante años fueron marginales se han instalado en el centro del debate hasta el punto de bautizar exitosas plataformas electorales. Lo común, por ejemplo. El reto para los indignados es marcar la frontera entre lo común y el fantasma del comunismo agitado por sus críticos más ruidosos. “Lo que está en cuestión hoy”, explica la filósofa Marina Garcés, autora de Un mundo común, “es cómo nos definimos y cómo nos organizamos colectivamente más allá de la solución moderna, que es la del Estado nacional y su concepción de la relación entre lo público y lo privado. ¿Quiénes somos nosotros en un sistema capitalista (productivo y financiero) globalizado? En un planeta tan interdependiente, la vida se ha convertido en un problema radicalmente común. Esta dimensión de la política no tiene nada que ver con la solución comunista a la configuración del Estado y de su gestión. Nos obliga a inventar otras soluciones”.

Una grieta convive con la vegetación en una fachada de Madrid. / Laura Muñoz

Muchos pensadores e historiadores coinciden en el diagnóstico, casi ninguno en el tratamiento. En el capítulo de las soluciones reaparece la dicotomía de moda en la España de los años setenta: ruptura o reforma. La globalización, la preeminencia de la economía sobre la política o la propia integración en la Unión Europea han dejado tocada, según algunos, esa “solución moderna” a la que se refiere Garcés: el Estado-nación. Si la corrupción política y la indefensión social ante la crisis —¡los mercados primero!— llevaron a muchos a decir que sus representantes no les representaban, la deriva globalizadora ha llevado a otros a decretar que el Estado del que forman parte ya no les sirve. Entre estos últimos está el filósofo barcelonés Xavier Rubert de Ventós, exdiputado al Congreso y al Parlamento Europeo por el PSC y autor del ensayo De la identidad a la independencia, consagrado a defender el independentismo catalán no desde el costado sentimental-nacionalista, sino desde un pragmatismo más centrado en la teoría política que en la economía.

“El Estado-nación”, explica Rubert por teléfono desde Barcelona, “nace en parte para solucionar un problema de escala y de funcionamiento mercantil en Europa. Funciona por el do ut des, doy para que me des. Los pueblos renuncian a la violencia a cambio de protección económica y militar”. Según Rubert de Ventós, ese Estado-nación está dejando de ser una entidad funcional para reducirse a entidad simbólica. Con la globalización ha ido perdiendo lo que antes ofrecía: democracia, seguridad y presencia internacional. “¿Qué estamos haciendo en Siria?”, se pregunta. “No tenemos ni idea de qué hacer. La concentración del poder da miedo y si el Estado se hace poco funcional ya no me sirve. Pero por funcionalidad, no por identidad. Cuando uno pone el motor, lo razonable es que lleve el volante”.

Para César Rendueles, que nació el año de la muerte de Franco y es autor del ensayo Sociofobia. El cambio político en la era digital, lo que está pasando en Cataluña es lo que Gramsci llamaba “revolución pasiva”: un intento por parte de las élites de sobrevivir a una crisis haciendo algunas concesiones que les permitan seguir en el poder. Una solución “desde arriba”. Esa tensión entre lo nacional y lo social pone sobre la mesa otra grieta: la que existe entre derechos individuales y derechos colectivos, que algunos consideran “históricos”. Según Carmen Iglesias, directora de la Real Academia de la Historia, los llamados “derechos históricos” son una reminiscencia del Antiguo Régimen anterior al establecimiento de las democracias: “Basarse en criterios de territorio, de nacimiento, de pertenencia a la tribu y de diferenciación en la superioridad, en lugar de hacerlo en la ciudadanía que nos hace bajo la ley común ‘libres e iguales’, es una regresión que perjudica a los más pobres, dificulta la movilidad social en beneficio de unos pocos y vulnera la libertad individual”. En un Estado de derecho, argumenta la historiadora, son los ciudadanos los que tienen los derechos, no los territorios: “El territorio común de ese Estado de derecho —España— es, como dice Fernando Savater, ‘el nombre que respalda mi ciudadanía, mis derechos y obligaciones, mi libertad de perfilar las identidades que prefiero”. El propio Savater sostiene que las tensiones proceden de no haber sabido explicar la diferencia entre identidad cultural y ciudadanía democrática: “Una vez aceptada la ley común, el ciudadano tiene derecho a ser diferente a todos los demás”. La solución, afirma el filósofo, está en el largo plazo, en la educación. Resignado a las prisas, apunta: “Ahora llegan elecciones y vamos a tener que ocuparnos de esa pedagogía de urgencia que son las campañas electorales”.

Según Fernando Savater, las tensiones territoriales proceden de no haber entendido la diferencia entre “identidad cultural” y “ciudadanía democrática”

Saliendo de la discusión entre lo individual y lo colectivo, que según Marina Garcés no se resuelve ni con la “simplificación nacionalista” ni con la “abstracción ciudadanista” porque “cada uno de nosotros es individual y a la vez múltiple”, la pensadora barcelonesa propone medidas concretas: “Referéndum en Cataluña, cambio en las leyes electorales, tanto generales como locales, y, a partir de ahí, proceso constituyente sin tabúes que redibuje de abajo arriba la arquitectura institucional y el sistema de toma de decisiones colectivas, incluida la jefatura del Estado. Lo que salga de ahí puede ser un país o varios, pero lo deseable es que sea bien distinto a la España que hemos conocido”.

Para otros, como Álvarez Junco y Muñoz Machado, la salida de la crisis institucional pasa por reformar la Constitución con toda la profundidad que sea necesaria, pero sin necesidad de un proceso constituyente. Se trataría, por un lado, de reconocer a Cataluña y a otros territorios una singularidad que quedó diluida en el famoso “café para todos” autonómico. Por otro, de definir cabalmente las competencias y la financiación de las Comunidades Autónomas. Según Muñoz Machado, “es menos respetuoso con la Constitución cerrar los ojos ante su decadencia que reformarla”. El inmovilismo, dice, es “irresponsable”: “Desestabiliza más que cualquier reforma”. También toca controlar, apunta el jurista, la “patrimonialización” del Estado por parte de los políticos. “La Constitución y el Estado de las autonomías permitieron expandirse a la clase política hasta términos que nunca hubiera soñado. Se apoderó de las instituciones sin un sistema de controles suficientemente severo. Eso hizo posible una corrupción galopante. Modificar ese estatus les producirá, obviamente, temor a la pérdida económica y de influencia, pero si no lo hacen, el pueblo se lo cobrará. Ya se lo está cobrando”.

“Es menos respetuoso con la Constitución cerrar los ojos ante su decadencia que reformarla”, recuerda el jurista Santiago Muñoz Machado

En el supuesto de que se solucionara la crisis institucional, quedaría por resolver otra que llevó a muchos ciudadanos a reparar en ella: la económica. Pesimista ante la posibilidad de que los cambios vayan más allá de “unos parches que permitan seguir tirando”, el historiador Josep Fontana se mueve entre lo local —“¿qué vamos a votar en Cataluña el 20 de diciembre?”— y lo global: “¿Habrá una tercera crisis como las de 1929 y la de 2008? Esa incertidumbre está en todas partes. Hay problemas muy serios que tienen que ver con la economía y con la desigualdad, pero eso no los vamos a poder resolver aquí”. La idea lanzada por Sarkozy en 2008 de refundar el capitalismo es recibida hoy con una sonrisa irónica tanto por Fontana como por Adela Cortina, directora de una fundación para la ética en los negocios (Étnor). “Europa inventó una fórmula muy buena que es la economía social de mercado. El mercado tiene que vivir en un marco institucional para que la distribución de la riqueza sea lo más justa posible. Por ahora, estamos retrocediendo”, afirma Cortina, que no se resigna a la infalibilidad de los ciclos económicos: “La crisis parece una catástrofe natural, y los ciclos, un destino implacable, pero la economía es una actividad humana. Ahí está el caso Volsk­wagen. Hay cosas que no podemos prever, pero hay decisiones que afectan sobre todo a los peor situados. Son ellos los que acaban quedándose sin empleo”.

César Rendueles, que acaba de publicar el ensayo Capitalismo canalla, recuerda que en España la pobreza juvenil, por ejemplo, está muy camuflada por la fuerza de las familias: “Aquí la solidaridad familiar es muy intensa, y el tejido asociativo, muy débil, al contrario que en los países del norte. Necesitamos, aunque la expresión no me gusta, sociedad civil”. La política no puede ser estar en asamblea permanente, sugiere, ni reducirse a votar cada cuatro años. “Creo que la solución pasa por Europa, que debe ser algo más que el Banco Central. Tiene un tejido institucional que debemos resignificar. Es una de las principales economías del mundo y puede desafiar al neoliberalismo global”. Eso del lado del optimismo. Del lado del pesimismo, la idea de que la crisis, como en algunos países latinoamericanos, puede convertirse en la normalidad: “¡Claro que se puede vivir yendo a peor!”. Cuarenta años después de la muerte de Franco —los que tiene Rendueles—, llega el momento de comprobar si el sistema funciona mal o es que funciona así. Ni una cosa ni la otra deberían ser inevitables.

Lecturas para el debate

Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo. Santiago Muñoz Machado. Crítica.

Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. José Álvarez Junco. Taurus.

¿Para qué sirve realmente la ética? Adela Cortina. Paidós.

Un mundo común. Marina Garcés. Bellaterra.

De la identidad a la independencia. La nueva transición. Xavier Rubert de Ventós. Anagrama en castellano/Empúries en catalán.

Contra las patrias. Fernando Savater. Tusquets.

No siempre lo peor es cierto. Estudios de historia de España. Carmen Iglesias. Galaxia Gutenberg.

Sociofobia. El cambio político en la era digital. César Rendueles. Capitán Swing.

Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945. Josep Fontana. Pasado & Presente.



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